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“Todo por esa violencia”


Por: Paula Valeria Gallo









María Luisa tiene 79 años. Hoy ella recuerda que en 1958 arrancó, con su esposo Justiniano, para la región del Carare, ubicada en la zona suroccidental del departamento de Santander. Todo inició el día que Manuel, el hermano de Justiniano, lo llamó para hacerle una oferta de trabajo:



— Hay una tierrita pa' abrir ¿se anima?


Abrir una tierra significa llegar a un lugar que aún no tiene dueño y limpiarlo, para posteriormente empezar a vivir o cultivar allí. Se supone que para ese año ya se le había dado fin al periodo de violencia más grande de Colombia, que había estallado 10 años antes con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. En 1958, año en que Alberto Lleras Camargo se posesionó como presidente, María Luisa y su esposo partieron de Rionegro luego de aceptar la propuesta de ir a colonizar.


Cuando llegaron a la vereda Bocas del Carare, lo primero y único que sus ojos inundados de juventud vieron fue una pequeña vivienda. Pero Justiniano, pensando en el futuro de su familia, empezó a recolectar madera para construir una casa nueva. Una casa lo suficientemente grande para que su esposa y sus hijos vivieran cómodamente. Una casa con techo de palma y piso de tierra, donde no había electricidad y donde el baño era el monte. Una casa que por esos años fue su lecho de paz y su tesoro más preciado.


El aire se hacía pesado aquel día que empezaron a quemar el rastrojo para limpiar el terreno. Se convirtieron en colonos justo en el momento en que el humo se escapaba hacia el cielo, como un grito que anunciaba que esa tierra ahora tenía un dueño.



En el mandato del general Gustavo Rojas Pinilla se creó un programa de colonización. Con este, se quiso impulsar la economía del Carare y otras regiones del departamento, además de garantizar el acceso a la tierra, el crédito, los ingresos, entre otros. María Luisa cuenta que nunca fue beneficiada por aquella estrategia. Sin embargo, sí le agradece a Rojas Pinilla por haberle dado el derecho a votar.


La “finquita”, como la nombra Maria Luisa, con el tiempo se convirtió en una de aproximadamente 400 hectáreas. Además, quedaba muy cerca del ferrocarril y a la orilla del río Carare, un afluente de 170 kilómetros que atraviesa Boyacá y Santander para desembocar en el majestuoso río Magdalena. La llamaron La Golondrina: “Le pusimos así porque llegamos a trabajar allá como unas golondrinas. Ahí vivíamos muy felices”.


Sembraban plátano, yuca, arroz, maíz y ajonjolí. Criaban gallinas, cerdos y ganado. Así fue como se convirtieron en los mayores productores de la zona y comenzaron la vida que hoy más extrañan. De los humedales, entre 5 y 10 trabajadores recogían la cosecha de arroz, dos veces al año. Lo ponían en trojas, unas cajas empalmadas con madera por los lados, a fin de no dejar la cosecha directamente en el suelo.


En aquel tiempo el reflejo de un sol ardiente se desdibujaba cuando María Luisa sumergía sus manos en la quebrada para lavar las ollas untadas de tizne. En aquel tiempo los niños más grandes iban a la casa de la vecina para que ella les enseñara a leer y a escribir. En aquel tiempo se desplazaban hasta Puerto Carare para mercar, de ida una travesía de dos horas a pie y de vuelta en el tren. Aquel tiempo de dicha, que duró 8 años, se esfumó.



Un día empezaron a recibir visitas de la chusma, el mismo grupo que, según lo que la madre de María Luisa le contaba, se llevó a dos de sus hermanas. Nunca las encontraron. La chusma también era conocida como los bandoleros. En un texto publicado por Radio Nacional de Colombia, los describen como campesinos liberales que extorsionaban a los hacendados, para repartirse el dinero entre ellos. Según María Luisa, también se dedicaban a hurtar armas, ganado, cosechas y, en el peor de los casos, a sacar a las personas de sus tierras.


“Ellos iban buscando armas, pero ¿uno qué arma puede tener en una finca? un azadón y un machete, no es más. También iban buscando información”


— ¿Han pasado unos muchachos por acá?


— Pues hace ratico, como media hora


— ¿Y cómo para dónde cogerían?


— Para allá — respondía María Luisa mientras levantaba su brazo señalando en la dirección contraria.


“En ese tiempo los conservadores perseguían mucho a los liberales. Los perseguían, los mataban y bueno…”. María Luisa estaba convencida que debía evitar una guerra. Tan solo de su dedo señalando dependía una posible matanza. Si le preguntaban ella decía que no tenía ideología, aunque en su hogar eran liberales, en especial su esposo. “Uno de mujer no. Nosotras no sabíamos de política”. También recuerda que ocasionalmente llegaban a su tierra:



— Mi señora tenemos como hambre …


Ella, diligentemente, le servía una taza de mazamorra con panela a cada uno. Aunque nunca le hicieron nada malo a ella ni a sus hijos, sus visitas se empezaron a volver constantes. En la noche patrullaban todo el sector, pero ningún miembro de la familia se levantaba a ver. Ellos sabían que ahí estaban. Los sentían tan cerca como su propia respiración.


Se escuchaba el rumor de que habían matado a un vecino… y a otro. Algunos decían que los responsables eran la chusma y otros que Los Chulavitas. Estos últimos actuaban como una facción armada financiada por el Gobierno. Según lo describe la politóloga colombiana Gina Paola Rodríguez en su escrito académico Chulavitas, Pájaros y Contrachusmeros, cumplieron su misión persiguiendo a liberales, comunistas, masones y ateos. Con el tiempo pasaron a atacar a todos los que no siguieran su ideología y, por esta razón, fueron responsables de numerosas masacres.


Para hacerle contrapeso a Los Chulavitas surgieron Los Pájaros, quienes tenían como objetivo asesinar e intimidar a los liberales opositores de Mariano Ospina Pérez, presidente de la República de Colombia desde 1946 hasta 1950. Se presume que desaparecen con la creación del Frente Nacional.


Según el portal educativo Colombia Aprende, el partido Liberal fue fundado en 1848 por José Ezequiel Rojas. Después, en 1849, Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro crearon el partido Conservador. ¿Alguien pensaría que los partidos que se crearon 100 años atrás de la época de la Violencia causarían tanto dolor?


Los días de la familia de Maria Luisa se empezaron a llenar de miedo. De la gente que mataban, se decía que los habían tirado al río, el mismo que pasaba por su finca. Ese río es el mejor testigo de esta parte de la historia. En él reposaba el cuerpo que cada familia buscaba con desesperación, aquel que desaparecía junto con el crimen cometido. “Fueron muchos liberales a los que mataron: jóvenes, viejos, niños. Esa gente no respetaba a nadie, ni siquiera a las mujeres embarazadas. ¡Ay los conservadores!”


Entre los recuerdos de María Luisa está el día en que llegó la chusma y les dijo: “Desocupen que ustedes no pueden estar aquí, tienen que dejar las tierras, tienen que dejarlo todo”. Su esposo, un tiempo después de aquello, tomó la decisión de abandonar el lugar. Y no solo sus pertenencias y su trabajo de 15 años, sino también su forma de vida. María Luisa lo apoyó: “A mí me daba mucho miedo y por eso nos fuimos con mis niños”. Tomaron un par de gallinas, algunos utensilios de la cocina y en tren se fueron rumbo a Puerto Berrío. “Eso sí me amargó la vida. Allá construimos todo y todo lo dejamos allá … construido”.


La historia oficial dice que la mayoría de bandoleros fueron abatidos en el Gobierno de Guillermo León Valencia entre 1962 y 1966. Sin embargo, para 1970, año en el que María Luisa se fue de la finca, seguían operando. Los que quedaron de ellos se unieron a facciones armadas, de hecho, el bandolero Manuel Marulanda Vélez (alias Tirofijo) fundó las FARC.


María Luisa llegó a Puerto Berrío donde sus compadres, quienes le dieron acogida a toda la familia. Pronto, Justiniano comenzó a trabajar en la carnicería de un amigo. Posteriormente se la compró. Con las ganancias que dejaba el negocio adquirieron una casa que les costó 11 mil pesos. “Mi esposo bregó a conseguir una casita propia y la consiguió”. Los niños, en medio de su inocencia, estaban felices porque esa sí era en ladrillo, porque ahora tenían un baño, luz y música. Los mayores solo pensaban que no existían lujos que les hicieran olvidar la pérdida de su tierra: La Golondrina.


En Puerto Berrío, María Luisa se encargaba de alistar a sus hijos para llevarlos a La Milla, la escuela que estaba a una cuadra de distancia. Ella los acompañaba hasta allá por seguridad, puesto que tenían que cruzar la carrilera. Cuando escuchaba la campana en la tarde, iba corriendo a recogerlos. En ese trajín pasaron 10 años.


Decidieron vender su casa y viajar rumbo a La Dorada, Caldas, debido a que allí aún estaba la madre y algunos de los hermanos de María Luisa. Viajaron en el Tren de Lujo, en el que el inodoro era una poceta a través de la cual se podían ver los palos del ferrocarril. El viaje duró cinco horas; un recorrido total de 160 kilómetros.


En ese municipio vivieron en dos casas, ambas con un buen espacio: varias habitaciones, alberca y un patio grande para hacer asados y para que los niños tuvieran dónde correr. Justiniano trabajaba en construcción o “en lo que le saliera” para sostener a su familia.


Lo cierto es que después de tantos años y de toda la travesía vivida, seguían llevando el campo en sus memorias y corazones. Definitivamente no era fácil acostumbrarse a estar lejos de él. “Nos dio mucho pesar tener que dejarlo todo, todo por esa violencia”, expresa hoy la mujer protagonista de esta historia.


Ellos nunca supieron qué sucedió con La Golondrina desde que forzosamente tuvieron que dejarla. No volvieron. María Luisa dice ahora entre risas: “Ya pasaron muchos años ¿con qué alientos voy a volver por allá?”. En el eco de aquellas carcajadas, con un dejo de inocencia, es posible escuchar una nostalgia que parece no esfumarse.





Por: Paula Valeria Gallo.

Dibujo por: Vanessa Martínez.






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