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“Tenía que anochecer y no amanecer”


Por: Miguel Ángel Cruz Amaya









Severo Delgadillo nació en el municipio de San Pablo de Borbur, Boyacá, el primero de abril de 1941. Cuando él era muy chico, sus padres se trasladaron a Otanche, Boyacá; de allí provienen sus primeros recuerdos. Su infancia la pasó entre las praderas del municipio, rodeado de ganado, y bestias, como él las llama. Su padre fue un conservador de “pura sangre”, que le inculcó a su hijo el orgullo de trabajar el campo, el honor de ser conservador y, sin duda, el amor por los animales, especialmente los caballos, a quienes criaba y entrenaba para exposición.



Él recuerda esos días con gran nostalgia. Mientras habla de su padre frota sus manos ya arrugadas, juega con una argolla dorada que abraza su dedo del medio.


“Lo que más recuerdo eran las bestias y, por supuesto, las discusiones de conservadores mientras veían las bestias. Eso es herencia, si sus padres son conservadores, usted no puede ser liberal. Desde un principio en el pueblo estábamos mezclados, había tanto liberales como conservadores, pero nosotros (conservadores) siempre fuimos más. Además, nuestras familias también eran las que más tierras tenían, ganábamos por parte y parte. ¡Ay esos días sí que eran duros!”



Recuerda que al lado de la finca de su familia quedaba el terreno de la comadre María. Era un espacio no tan grande, con algunas vacas, algunos árboles, y en el medio estaba la casa, solo tenía un piso, como la mayoría. Ellos, a diferencia de la familia de Severo, eran liberales, de los pocos que vivían en este sector de Boyacá.


Otanche era un pueblo tranquilo, o así recuerda Severo sus primeros 8 años de vida. El 9 de abril todo cambió, la fecha de que dio pie al Bogotazo y abrió las puertas a la Violencia que marcó a nuestro país. Ese día, Colombia quedó permeada por un ambiente hostil. Ese día, la rivalidad de los bandos se encrudeció.


“A Gaitán lo mataron el 9 de abril del 48. De ahí en adelante se desató una guerra en todo Colombia entre lliberales y conservadores. Y donde había mayoría, ese se quedaba, el otro tenía que irse. En los pueblos que quedaban prácticamente solos, llegaban los otros y arrasaban con todo: gallinas, cerdos, ganado, bestias, burros, se robaban todo. Eso ocurría en toda Colombia, y con ambas partes”, recuerda Severo.


Días después de la muerte de Gaitán, durante la noche, los pocos liberales de Otanche tuvieron que irse y dejar atrás su casa, sus bestias y su historia. La comadre María y su familia decidieron dejar el municipio. Durante la noche, mientras todos dormían, ellos salían apresurados resguardando su vida.


“Así les tocaba, a todos. Tenían que anochecer y no amanecer. Sacar únicamente la ropita. El pueblo era conservador, y ellos no podían hacer más que irse. ¿Hablar? ¡Ja! Nadie tenía que hablar, ellos ya lo sabían, tenían que irse o sino los mataban. Eso fue una guerra espantosa, y más uno de niño que no entiende bien de qué se trata. No recuerdo la mentira que mis padres dijeron cuando pregunté por la Comadre María, pero seguro no me explicaron por qué ellos se iban. Ya con el tiempo, después de ver algunas armas, de escuchar a los más radicales discutir, y de vivir el ajetreó de la guerra, comprendí por qué nuestra comadre se había ido”.



Algo que Severo jamás olvidará, es que para el año de 1952, cuando él tenía 11 años, aproximadamente, conoció en carne propia lo que los viejos decían que era la chusma. Eran grupos de 20 o 30 personas armadas con lo que tuviesen disponible: machetes, palas, trinchos, algunas escopetas, etc. Atacaban o saqueaban los pueblos en donde dominaba el grupo contrario. Era común que los conservadores de Otanche atacaran a los liberales de Yacopí, y viceversa.


“Decían los viejos: ‘pilas porque esta semana se puede meter la chusma’, y la chusma eran los liberales que venían buscando lo que habían dejado: sus tierras, la historia que alguna vez construyeron en ese pueblo. Muchos otros lo único que buscaban era vengar a sus caídos. Uno los identificaba por dos cosas: tenían comandantes, gente que era reconocida en la región o en el sitio específico. Uno ya sabía quién era de qué banda, y quién era duro o quién no. También unos cuantos llevaban escopetas de fisto, o una que otra de cartucho. La mayoría cargaba machetes y rastrillos, ¡cosas que no son pa´ matar! Algunos conservadores tenían revolver, pero era muy difícil, casi nadie tenía. Y si... con eso era que se mataban”.


Aunque la situación de violencia no fue permanente en Otanche, había momentos en que los comandantes conservadores decidían emprender ataques a otros municipios. Las personas vivían en constante angustia de convertirse en víctima, o de que sus familiares fueran a invadir algún terreno. Si en algo coinciden las personas que han vivido la guerra, es que ningún momento es de calma, los sentidos se agudizan, el miedo al combate es constante, y el riesgo de morir es latente. Severo relata:


“Recuerdo ese día, es el día que más tengo presente de mi infancia. Sobre todo porque con el tiempo, ya de viejo, me rio de eso. Esas semanas habían estado agitadas. Los viejos decían que para esos días iba a llegar la chusma, parecían profetas que avisaban del terror. Ese día el trabajo de la mañana estuvo a cargo de mi hermano mayor y de mi persona. Las pocas matas que teníamos de café ya estaban listas para ser recogidas, si no se hacía a tiempo, las bestias arrasaban con eso; duramos casi toda la mañana escogiendo los granos.


Esa noche estaba lloviendo de lo bueno, cuando eso, el pueblo se cubría por una capa de niebla que no dejaba ver más allá de lo necesario. También era común que con el tiempo húmedo en los cultivos aparecieran cocuyos, unos animalitos que vuelan y alumbran, parecen linternas, o velas. Mientras la lluvia seguía golpeando la tierra, a lo lejos se comienzan a escuchar unos gritos -¡LA CHUSMA! ¡LA CHUSMA!-. De inmediato nosotros salimos a correr.



Mientras corría hacia el bosque vi que mi padre no venía, volteo, espero un poco, y después de unos segundos sale él corriendo mientras revisa la escopeta. Nos metimos en el bosque, en medio de la maraña. Mi papá se hizo detrás de una mata de plátano, apuntaba y miraba hacia todo lado nervioso, sin saber de dónde provenía el peligro. Nosotros cogimos un cuero raspaó y lo pusimos encima de una mata de café podada ¡vaya suerte haberla cortado!. Ahí adentro solo escuchábamos cómo golpeaba el cuero, traqueteaba de lo bueno. Yo sentía miedo. Y por debajo, todo estaba inundado, estábamos en medio del barrial y la selva, la lluvia y las balas. Después de un rato, al ver que no pasaba nada más, nos fuimos para la casa.


Pero lo que le digo, la gente vivía con miedo. Esa noche nunca llegó la chusma, nunca llegaron los liberales a atacarnos, nunca corrimos peligro. Lo que la persona que gritó vio, fueron los cocuyos volando. El miedo nos hizo pensar que eran velas prendidas debajo de la lluvia.





Por: Miguel Ángel Cruz Amaya.

Dibujo por: Vanessa Martínez.






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