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Entre azules y rojos


Por: Julieth Casas









Una crónica sobre despojo de tierras en la época de La Violencia. Múltiples pensamientos llegan a mi mente cuando comienzo a buscar fuentes para este relato. La mayor desventaja de todo este asunto es que la época en la que me quiero situar es muy lejana, y tal vez muchos de sus protagonistas ya no están con vida; y quienes sí la tengan tal vez, hayan perdido claridad de lo que pasó. O eso pensaba hasta que encontré a Ofelia Gaona Benavides.


En las primeras conversaciones telefónicas las respuestas que Ofelia me entregaba eran cortantes, sencillas y tímidas. Pero, después de varios acercamientos, su voz se hizo más tenue, sus respuestas son más detalladas. Comprendí que para ella no era fácil hablar de La Violencia, a pesar de los años que han pasado. Está convencida de que si vuelve a recordar aquellos tiempos de incertidumbre y dolor, puede traer al presente dolores del pasado. Durante una de nuestras conversaciones su voz se quebró al recordar que uno de sus hermanos fue asesinado.


***


Soy Ofelia Gaona de Benavides, nacida el 1 de noviembre de 1950 en Barbosa, Santander. Y esta es la historia de cómo la guerra entre azules y rojos hizo que mi familia y yo saliéramos de nuestras tierras para no volver jamás.



Mis padres eran personas trabajadoras, ellos nos enseñaron a cómo vivir la vida bien y cómo se vivía la vida mal. Nosotros vivíamos en la vereda la Linterna, en Santander. Éramos doce hermanos, seis mujeres y seis hombres. A nosotras las mujeres nos enseñaron desde muy pequeñas a trabajar, trabajar y trabajar. Nosotras no estudiamos, aunque sí nos enseñaron a leer y a escribir. No fuimos a una escuela.


Desde muy pequeña yo parecía un varón. Me gustaba trabajar en la “rula” (tirando macheta). Hoy en día lo hago también, porque me gusta trabajar en todo el campo de la agricultura y la ganadería. Esto haré hasta que Dios me de la fuerza y la vida.


Mi madre se llamaba Teofilde Zárate, era conservadora; mi padre Campo Elías Gaona, era liberal. A pesar de sus ideologías políticas ellos no nos obligaban, o intentaban convencernos de pertenecer a un bando o al otro. Nunca se tiraban a decir ‘es que usted es conservador y yo soy liberal’. Vivían la vida bien y no se sacaban esas cosas, que porque uno sangre roja y el otro sangre azul. Y es que la sangre azul no existe. Vaya y córtese y verá.


Pero allá en donde vivíamos habían muchos conservadores. Iban y nos preguntaban -¿ustedes son conservadores o liberales?-. Mi padre siempre decía que era apolítico. Pues es que allá sí se la sentenciaban a uno, era para matarlo. Nosotros vivíamos muy prevenidos.


La mayoría de los ataques los hacían en la tarde. Y cuando salíamos del trabajo a veces se escuchaba plomo por un lado y plomo por el otro. Entonces, nosotros lo que hacíamos era amontonar las hojas de plátano, y apenas escuchábamos plomo por ahí cerca, salíamos a escondernos debajo de la hoja de plátano. Nosotros teníamos ya nuestras trincheras, para no ir a embarrarla o que la embarraran con uno.


Una vez bajaron a las fincas y mataron a los liberales. Pues uno para no meterse en problemas salía a tirarse al monte, para que no lo mataran. Uno no podía acercarse a las casas. Luego esos mismos iban a las fincas a sacar los ganados y otras cosas.



Yo me casé cuando tenía 15 años con un señor al que me entregaron. Se llamaba Gil Benavides. Él era de la región. Él no fue perseguido por la violencia, pero yo sí. Se dedicaba a comprar y vender ganado. Nos casamos en un pueblito que se llama la Paz.


Como en el año 63, mi marido y yo nos vinimos a vivir al pueblo San Ignacio de Opon; para esa época a mi papá le mataron a un hijo en la Linterna y por eso nos fuimos todos de allá. Ya después de que salimos de allá no volvimos. Ni mis hermanos, ni mi padre, ni yo. Mis hermanos mayores ya se habían ido para San Antonio, Cesar. Dos años más tarde mi padre se fue a vivir con mis hermanas que también estaban en San Antonio. Yo fui la única que no fue allá, por lo que estaba casada, y aunque las otras también los estaban, ellas ya vivían cada una en su casa.


En San Ignacio ya no nos preocupamos con mi marido por los conservadores o los liberales. Acá ya era la guerrilla. -Como le llaman ahora. En ese tiempo le decían la chusma-. Esa gente lo que necesitaba era los hijos de uno, que tuvieran 10 años, 9 años, 8 años. Los cogían y se los llevaban para enseñarlos a tirar (a disparar).



Yo tuve que volarme una vez con mis hijos para que no se los llevaran. Tenía 3 varones. Querían a mis dos hijos mayores y me dejaban uno. Ellos tenían 8 y 9 años. Decían que, al que tuviera 3 hijos se le llevaban 2 y le dejaban 1 sólo. Incluso a mi hija mayor se la iban a llevar. Era una niña. Envolvían billetes de 50 mil, billetes de 20 mil y le daban. Le decían que ellos daban plata, que no le faltaría nada. La niña tenía como 7 años cuando empezaron a sonsacarla así, pero ella me contaba todo a mí.


Yo nunca estuve de acuerdo con esas cosas. Así que mandé a matricular a los niños en Guadalupe, y le dije a la guerrilla que la familia se los había llevado para Bucaramanga a estudiar. Si no hubiera sido así, pues a esta hora estuvieran mis hijos muertos o en un grupo guerrillero.


Mis padres ya murieron y mis hermanos varones también. Al mayor lo mató la guerrilla en San Alberto, Cesar. Y aún viven cuatro de mis hermanas, Clotilde, Betulia y Flor que viven en Bucaramanga, y mi hermana Teofilde vive en Bogotá.


Yo vivo en la Soledad, desde que mi hija menor cumplió los 18 años y terminó de estudiar. Ahora tengo una amistad con Gabriel. Él es colombo-venezolano. Lleva en Colombia desde enero y desde febrero vivimos juntos. Es una hombre muy trabajador. Y también viene de la violencia por el régimen de Venezuela.





Por: Julieth Casas.

Dibujo por: Vanessa Martínez.






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